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Ilíada: un mundo contenido en un poema

  • Esteban Mira Jaramillo
  • 16 sept 2015
  • 8 Min. de lectura

Hablar de la Ilíada no es hablar de una guerra antiquísima que aconteció durante los albores de la civilización occidental. En realidad, ni siquiera tiene que ver con los relatos épicos de algunos de los más reconocidos héroes épicos de la antigüedad. Hablar de la Ilíada es, a la vez, mucho más y mucho menos que esto.

Es tanto, como hablar de un mundo entero, y tan poco, como hacerlo específicamente sobre las cosas que eran relevantes para las gentes que lo conformaban. Y es que la Ilíada es precisamente ello: un poema dirigido a aquello que era importante, si es que no fundamental, para los griegos contemporáneos de Homero.

Esta obra es el vivo retrato de todos y cada uno de los innúmeros pueblos que habitaron en la cuenca del Mediterráneo, principalmente en las regiones de Grecia, Italia y el Asia Menor, casi ocho siglos antes del surgimiento de la era cristiana. Una serie de grupos humanos que, a pesar de ser numerosos y diversos, se encontraban hermanados por el hecho de compartir una misma lengua y una forma bastante singular de ver e interpretar la realidad, y que no por pura coincidencia o simple convención son conocidos en la actualidad con el nombre de helenos.

Así pues, leer la Ilíada es leer aquel mundo ya tan lejano y acaso perdido en el curso de la historia humana. Pero no se trata de un mundo que sea sencillo descifrar, o por lo menos comprender en extensión, porque luego de casi tres milenios de cambio y transformación la civilización occidental ha conservado muy pocas características de la edad homérica.

Claro está que basta con acercarse a la obra para aprehender un par de particularidades sobre los griegos y su manera de entender la vida y el cosmos. Mas, si lo que se busca es llegar a una comprensión profunda de lo que pretende el autor con su obra, así como hallar el sentido de la historia y sus personajes, es importante aproximarse a ella con una serie de conceptos previos que amplíen el panorama que se tiene del mundo helénico de Homero.

Lo primero es hacerse la pregunta básica, “¿cuál es el tema de la Ilíada?”, porque allí radica una de sus cuestiones trascendentales. Pues bien, no lo es la guerra de Troya ni tampoco las gestas de sus incontables héroes. El mismo Homero lo informa desde el primer verso del poema: “La cólera canta, oh diosa, del Pelida Aquiles”. Diez años duró la guerra entre teucros y aqueos, pero al aedo de aedos solo le interesó cantar unos cuantos días del noveno (aproximadamente cincuenta), desde que Aquiles entra en cólera tras su riña con Agamenón en la asamblea, hasta que decide deponer su furor al entregar el cuerpo de Héctor a un Príamo suplicante. Entonces, ¿por qué la cólera? Sencillamente porque mediante esta temática el autor encontró el contexto propicio para hablar de equilibrio e hibris, dos conceptos fundamentales dentro de la mentalidad griega.

Ocurre que la concepción griega del mundo era netamente antropocéntrica, y en ella, tanto el hombre como el cosmos que le rodea son de carácter orgánico: tienden a la armonía. El griego asumía la vida como un ser mortal y por tanto conocía sus límites y asumía su humanidad, la finitud propia de su condición, así que entendía que un principio básico para alcanzar la excelencia (areté, el ideal crucial en la existencia del ser griego) radica en no transgredir dichos límites, impuestos por su propia mortalidad. A esa transgresión, que precisamente representa un ataque a la armonía orgánica inherente al individuo, se le conoce como hibris o “desmesura”.

La hibris se refiere entonces a los excesos, y por ello es que los griegos creían que se podía presentar en una infinidad de maneras, como lo ejemplifica Homero en variadas ocasiones. El primero en mostrarla es Agamenón, quien lleno de una soberbia desbordada comienza por despreciar y amenazar al venerable sacerdote Crises cuando este le suplica que le regrese a su hija, y luego decide injuriar a Aquiles, su igual, arrebatándole su parte del botín, la doncella Briseida, que le fue entregada por los aqueos tras el saqueo de una ciudad teucra. Posteriormente, es Aquiles quien muestra su desmesura, pues movido por un desmedido orgullo se niega a regresar al combate y socorrer a los argivos de las armas del homicida Héctor y la hueste troyana, a pesar de los muchos ruegos de sus compañeros y de la intención reconciliadora del arrepentido Atrida. Inclusive Héctor, el virtuoso comandante teucro, se hace presa de la hibris, en su caso, impulsado por una vanidad ciega que le lleva a desoír todos los consejos del muy sensato Polidamante, quien le insta a buscar refugio dentro de los muros de la ciudad para proteger a la hueste de la incontenible violencia del Pelida, pero el héroe se opone con tozudez, erróneamente convencido de su superioridad frente a un adversario tan temible como era el rey de los mirmidones.

Además, la hibris lleva consigo consecuencias, las cuales son, de acuerdo con Homero, siempre funestas. La soberbia de Agamenón termina dejando a los argivos sin su mejor guerrero, y por tanto, en desventaja frente a los teucros, quienes llegan a causar una terrible mortandad entre las filas de los invasores y por poco les obligan a lanzar las naves y emprender la huida. El orgullo de Aquiles, a su vez, se encarga de enviar a Patroclo, su amigo más querido, hacia una muerte segura en manos de un Héctor impulsado por los dioses. Y en el caso del príncipe troyano, su vanidad se convierte en la responsable de que el encolerizado Pelida haga una matanza sin par entre los teucros y en últimas le arrebate la vida.

En este punto resulta inevitable cuestionarse acerca de cuán eludible era realmente la hibris para el hombre homérico. Cosa que resulta natural si se parte del hecho de que muchos de los personajes del poema parecen estar ligados a una predestinación que no pueden cambiar, y de la que los dioses, y en ocasiones hasta los mortales, muestran estar enterados o poseer noticia. Es el caso de Aquiles y Agamenón, cuyos aparentes destinos manifiestos consistían en, hallar una muerte segura en los campos de Ilión, para el primero, y lograr derruir el alcázar de la gran ciudad solo hasta el décimo año, para el segundo. Por ende, si el hado de estos dos se encontraba ya dictaminado, ¿acaso también lo estaba el advenimiento de la hibris que habría de conducirles hasta su inamovible fin último?

Por contradictorio que parezca, los griegos no concebían el devenir de sus vidas sujeto a una verdad decretada con antelación por una fuerza cósmica incuestionable. Ni siquiera desarrollaron un concepto que denotara expresamente aquello que se entiende como “destino”. Para el griego solo existía la moira, cuya traducción literal es lote o porción, pero entendida como esa parte de vida que le corresponde a cada hombre. Y aquí también entra en juego aquella percepción orgánica del cosmos, ya que no se trataba de un lote de vida previamente medido y estipulado, sino de una creación a la que el individuo iba dando forma por su propia cuenta, a partir de las decisiones que él mismo tomaba durante el transcurso de su existencia.

No es gratuito que las “Moiras” fuesen personificadas como tres mujeres hilanderas que constantemente trabajaban urdiendo una gran tela: el tejido de la vida. Así que el griego no era un simple juguete que debía someterse con abnegación a la irresistible voluntad del destino. Nada más lejos de la realidad. El griego era un ser que centraba su existencia en torno a la vida, y por ello era únicamente él quien se encargaba de tejer el curso de la misma, tal y como de escribir el desenlace de su sino. Después de todo, Aquiles pudo elegir no haber zarpado hacia Ilión y su cruenta guerra, ninguna fuerza cósmica le impedía tal cosa, pero al final fue él quien decidió lo contrario, sellando así su propio destino.

Son los hombres quienes crean su propio camino, y por esto es que son ellos los únicos responsables de llenarse la vida con tristezas y desgracias, debido a las locuras, los arrebatos y los desafueros que ellos mismos deciden cometer. Pero de igual forma, también son los encargados de procurarse las dichas y los triunfos, así como de mantener el empeño de alcanzar la areté y de hacerse con la indispensable gloria.

Kleos era como le llamaban a aquella gloria, esa que debía ser cantada y de la que hablarían las generaciones por venir, o en otras palabras, la que salvaba al hombre del anonimato y del horrendo peligro de haber pasado desapercibido por la vida. En la Ilíada Homero se refiere claramente a una gloria orientada a la excelencia guerrera, la que surge con las gestas bélicas del héroe y el encuentro de una muerte honorable en combate. Por ello es que el poeta nutre el hilo argumental de su historia cantando las hazañas de tan numerosos hombres. Los Atridas, Agamenón y Menelao, quienes brillaron en combate al comandar con tanto ahínco a los argivos. El violentísimo Diomedes, que acabó con la vida de tan numerosos héroes teucros. Los Ayantes, defensores incansables del muro aqueo durante los momentos de mayor necesidad. Héctor Priámida, azote de los dánaos y luchador sin par entre la prez de los troyanos. Y ni qué decir de Aquiles y Patroclo, guerreros intachables y dueños de un incomparable coraje, quienes perdieron su vida en Troya solo después de haberle arrebatado las armas a un sin fin de los mejores dárdanos. Aunque tampoco se debe olvidar que el campo de batalla no era el único escenario donde el hombre ganaba gloria, pues también en la asamblea podía obtener reconocimiento y admiración. Tal y como ocurre con personajes como Néstor y Odiseo, gloriosos por la elocuencia y la sensatez con que hablaban ante la gran asamblea de los aqueos.

Sin embargo, que los griegos admirasen la excelencia del guerrero no quiere decir que procurasen la guerra a como diera lugar. El conflicto no era visto como un estado natural o deseable, porque el griego, un ser que encontraba el valor máximo en su propia vitalidad, reconocía que la guerra era una contingencia desafortunada que conllevaba a una irremediable pérdida de vidas.

Esta es una actitud que Homero manifiesta a lo largo de todo el poema, y deja en claro que la guerra es un fenómeno del que los hombres siempre obtendrán tristezas y sufrimientos, sin importar si se trata de vencidos o vencedores, porque la guerra siempre acarreará consigo consecuencias funestas. En la Ilíada, todos y cada uno de los personajes que tienen acción en la historia acaban viéndose desgraciados de una o varias formas. Evidentemente, los más miserables de todos, son aquellos que perdieron el don sinigual de la vida, pues como lo indicaría la mismísima sombra de Aquiles durante el viaje de Odiseo al inframundo: más valdría ser el esclavo del más pobre de los hombres, y estar vivo, que reinar sobre los muertos en el Hades.

Pero también son desdichados todos aquellos que lograron escapar a las garras de la muerte. Los troyanos vencidos, que debieron desterrarse de la patria caída. Los aqueos vencedores, que perdieron a incontables hijos, hermanos y compañeros. Hasta la argiva Helena, quien debió vivir el resto de sus días con el odio de unos y de otros, por ser ella la causante de tantos males. Ni siquiera los dioses dejaron de recoger su propia ración de cuitas, a pesar de ser ellos tan dichosos por estar exentos de la hórrida mortalidad. Cada uno vio morir a alguno de sus mortales favoritos, por quienes encarecían y siempre intervenían en beneficio. Como Zeus, que debió asistir impotente a la muerte de Sarpedón, su hijo amado. Incluso Afrodita, que no tuvo que padecer en la guerra con la muerte de su querido Eneas, pero sí terminó compartiendo el verdadero dolor de los hombres, pues su carne inmortal fue herida por el metal del belicoso Diomedes.

Queda solo una cuestión más por tratar sobre el mundo homérico. Con todo lo que pasa en la historia, la hibris desatada, la gloria alcanzada y las consecuencias de la entristecedora guerra, con todo esto, solo falta que vuelva el equilibrio a al mundo: que se depure la hibris, se compongan las canciones y se entierre a los muertos. El cosmos siempre habrá de encontrar de nuevo a la armonía, y es que como lo precisaría cualquier griego, la vida continúa, y las Moiras nunca dejan de tejer. Al fin y al cabo, en Homero no existe cosa alguna semejante a un final, puede acabarse el poema, pero el mundo siempre continúa más allá.

 
 
 

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